martes, 7 de junio de 2022

RETRATO DE UNA NIÑEZ, de Luis González

 

Transcurridas más de cinco décadas desde que deje atrás mi niñez, quiero hoy rememorarla y recurro para ello a los profundos recuerdos de mi memoria. 

Con nostalgia van acudiendoa a la mente escenas de la infancia acaecidas en el pueblo. Bielva, allá por la década de los 60, contaría con una población de unos 500 vecinos, de los cuales 60 estaríamos en edad infantil, entre los 4 y los 14 ñaos. 

Por aquella época, el pueblo estaba lleno de vida. La gente vivía de la minería y la ganadería, o de ambas cosas a la vez. Otros recurrían a trabajos forestales, plantando o talando árboles. Sector primario puro y duro.

Se vivía sin lujos: escasos servicios y trabajo a destajo para mantener, a veces, una numerosa familia.

La ganadería vacuna de leche, la ovina y la porcina de consumo, así como la pareja de trabajo o caballar eran frecuentes en todas las cuadras próximas o pegadas a las viviendas. Las gallinas y el huerto familiar, con las tierras de maiz y alubias, terminaban de surtir de víveres los hogares del pueblo. Economía de subsistencia... y también de Km 0... y también 100 % sostenible. Y todos estos alimentos de casa junto a los obtenidos en el economato de La Florida o en los comercios del pueblo, completaban la dieta de los hogares.

El ganado estaba siempre dentro del pueblo. Se evitaba su salida a las tierras de los alrededores mediante portillas en los caminos y muros que cercaban todo el perímetro del pueblo. Los abrevaderos para el ganado se encontraban en el centro, y por ello, las calles siempre estaban llenas de barro y moñigas. Los bebederos y sus alrededores se limpiaban con frecuencia y el estiércol del ganado era el mejor abono para tierras y huertos.


Aparte del trabajo individual de cada familia, también estaban los trabajos comunitarios para las obras importantes del pueblo: traída de aguas, bolera, caminos... donde cada familia aportaba su mano de obra o el dinero correspondiente. La ayuda entre vecinos y familiares era muy frecuente, sobre todo en las épocas de más trabajo, como la siega, la recogida del maiz o la matanza.

A pesar del duro trabajo todo el día, recuerdo que se llevaba con alegría, camaradería y ayuda mutua cuando era necesario. Los ratos de ocio se repartían entre el bar, con las partidas de tute o mus, y en la bolera, centro socail para el juego y la conversación.

Los domingos y días de fiesta la misa era obligatoria y las romerías se aprovechaban al máximo, robando horas al sueño, sobre todo en la juventud.

La infancia transcurrida en este ambiente seguía más o menos los mismos derroteros. Se repartía entre la escuela, el juego y las tareas domésticas y ganaderas que tuviesen lugar. Estudio, deporte y actividades extraescolares. 

 La vieja escuela, junto a la iglesia, era un edificio de dos plantas de unos 50 metros cuadrados que acogía a unos 30 niños arriba y a otras tantas niñas abajo. Durante el curso escolar allí acudíamos todos los días, a no ser que alguna enfermedad o urgencia familiar nos lo impidiera, llenando hasta el último rincón de las aulas. Al frente, tarima, mesa y silla para el maestro; un amplio encerado en la pared, algún mapa viejo, el retrato del Caudillo, el crucifijo, y a un lado, una estufa cilíndrica de arandelas que en invierno calentaba las húmedas paredes.

Pizarra, pizarrín, cuaderno, enciclopedia de Álvarez para los mayores y cartilla de letras para los pequeños con algún lápiz y pinturines. Ese era más o menos el material escolar del que se disponía. Baños no existían: a casa si estabas cerca o a la callejuca más cercana que servía de retrete.

Y en cuanto al uniforme habitual: pantalón corto, botas o catiuscas, camisa y jersey de lana.

En clase nos repartíamos el espacio. Los mayores delante y los pequeños detrás. En pupitres de 2 o de 4 plazas. Eran de madera maciza, con asientos abatibles y agujero para tintero, donde casi siempre aparecía grabado el nombre de los que por allí se iban sentando.

De las clases, lo que más me gustaba era dibujar y leer. Los tebeos eran mis libretas de lecturas: el Capitan Trueno, El Jabato, Roberto Alcázar y Pedrín eran mis ídolos de niñez.

En los recreos jugábamos en la bolera o en la plaza, o al escondite por las callejas cercanas a la escuela. Las niñas, más tranquilas, solían jugar a la comba en el jardín delante de la escuela. Lo días de lluvia nos refugiábamos en el portal de la iglesia. Menudos batiburrillos solíamos montar.

Los juegos más frecuentes eran las canicas, la lima, la peonza, los bolos, el fútbol, las tres en raya, la mula, las chapas... Definiamos un circuito ciclista y empujábamos las chapas de cerveza en las que colocábamos la foto de nuestro ídolo tapado con un cristal y masilla hasta llegar a la meta.

Aunque el juego favorito de todos los niños eran los bolos. Casi todos lo hacíamos bastante bien. Cada 12 de septimembre Marcel Pirón, director de Solvay y gran amigo de Rogelio, organizaba un torneo de bolos donde participaban todos los niños de la comarca, y raro era el año que entre los campeones de las distintas categorías no hubiese un par de niños del pueblo.

En la bolera también solíamos jugar al fútbol, pero teníamos el inconveniente de que Gabina nos quitaba el balón cada vez que llegba a su balcón o a su puerta.

Me encantaban las carreras de llanta de bicicleta, que se guiaban con manillas de alambre duro, y con los que recorriamos todas las callejas del pueblo. Había que ser hábil para que no se escapasen las llantas de las manillas cuando botaban contra las piedras y los castros de las callejucas.

Otro momento de diversión eran los carnavales. Unos se vestían de máscaros mientras otros tocábamos los campanos por todo el pueblo perseguidos por estos, que nos amenazaban con varas de avellano. Si te pillaban, te birlaban el campano. Durante esos días el pueblo se llenaba de color y los toques y repiques se sucedían por todas las calles y los prados cercanos al pueblo.

En primavera, la búsqueda de nidos o en verano la pesca de zamarros en Riuspina eran otros entreteniientos frecuentes.

 

Pero no todo era jugar. Las tareas que nos encomendaban en la niñez dependían de la época del año. El verano era el más duro: había que recoger la hierba seca para el invierno y las tareas se multiplicaban.

Por las mañanas, después del desayuno, cogias la espuerta con el almuerzo de los segadores y caminando sin parar hasta el prado de la ería donde se encontraban. Conocíamos el nombre de todos aquellos prados de la ería: Calero, Linares, Alceja, Matisión, Llano, Juan Rubín y así cientos de nombres que teníamos grabados en la cabeza.

Mientras los segadores almorzaban había que esparcer los lombillos de hierba escogiendo varillas, helechos o escajos. Una vez terminado, barrila en mano y a la tasariega a por agua fresca. Si te entretenías pescando renacuajos o bacazas la bronca estaba asegurada.

Durante la siega a veces se encontarba algún nido de perdiz y si se podía coger algún pollito de cría ya había algo con qué entretenerse.

Durante el secado de la hierba hacíamos las misma tareas que los mayores, darle vuelta, borregar, atropar, cargar el carro, iguar en el pajar, cada cual de acuerdo con sus posibilidades.

El aprender a trabajar se hacía desde pequeño y yo, por eso, jamás me sentí ni explotado ni maltratado, todo lo contrario, como niño, me tomaba el trabajo como un juego más y también me gustaba sentirme mayor y ayudar en todo lo posible.

Me encantaba bajar de la ería tumbado en el carro de hierba tirado por la pareja de tudancas, dando tumbos, por aquellos caminos infernales. El carretero tenía a que ser un auténtico artista para no volcar el carro en más de una ocasión. El día que colocábamos el ramo en la delantera y trasera del último carro de hierba, dábamos por finalizada la siega, pero no la temporada, porque siempre quedaba algún vecino al que echar una mano.

En los soleados días de verano, tras un día de hierba, todavía quedaban arrebatos de niñez y juventud para bajar hasta el Nansa, al pozo La Pared o a Puente El Arrudo a darnos un cahpuzón de agua fresca, y luego, por el camino del Escollo o las esclaeras del Cristo, llegar a casa con el día ya oscurecido.

 

Tras el verano estaba El Cristo, el 14 de septiembre, una fecha señalada para el pueblo. Era la fiesta que todo el mundo esperaba de niño como agua de mayo. Por la mañana, la misa en la Capilla. La Calleja de la Plaza hasta la ermita y el prado lleno de puestos de queso picón y otras mercancías. Se pasaban unas cintas por las llagas del Cristo que luego se guardaban como amuleto de buena suerte. Por la tarde era el tiempo de la romería y la verbena. Vicentona con sus trigueras llenas de juguetes y chucherías, los puestos del tiro y los heladeros... sus dineros nos llevaban.

En el tardío, las tareas más interesantes estaban relacionadas con la recogida de las tierras del maiz. La poda de sus hojas, que se llevaban en haces hasta las cuadras en las que servía de comida al ganado, la recogida de alubias, de panojas, de alguna calabaza; la deshoja posterior de las panojas y su secado.

Durante los días de octubre, todas las tierras alrededor del pueblo decicadas al maiz eran un ir y venir de carros cargados hasta los topes de panojas y maconas que se apilaban en patios y cuadras para poder deshojarla entre familaires y vecinos por la noche. Esa noches de deshoja, además del trabajo, era un tiempo de diversión que se pasaba compartiendo tertulia, chistes y alguna copita de orujo.

Una vez seca la maiz venía la molienda. Recuerdo los paseos con el abuelo y aquel burro cargado con dos grandes sacos de maiz. Román y Teresina eran los molineros, y consideraban al abuelo como de casa. ¡Qué rica la compota de pera!

También recuerdo al abuelo haciendo con la harina de maiz aquellas boronas y tortas enormes envueltas en hojas de castaño y tapadas con las ascuas del hogar. Una vez cocido, ese pan de maiz serviría de alimento durante días. A mí me gustaban más los tortos fritos con leche.

Con esos días cortos y fríos de noviembre llegaban las matanzas de los chones. En cada casa, uno o dos cerdos eran sacrificados para tener reservas durante todo el año de jamón, chorizos y pancetas. Había expertos matarifes que se encargaban de ello. Los agudos chillidos de los chones solían asustar a los más pequeños. La sangre era recogida para hacer boronos y morcillas. A los niños nos gustaba lavar y rascar con tejas y tapas de cacerolas las cerdas del cerdo tras ser quemadas con los gromos recogidos en el monte el día antes.

Al día siguiente los niños éramos los encargados de repartir los boronos entre los familiares y los vecinos recibiendo por ello alguna propinilla que se quedaba en la hucha para cuando llegara El Cristo.

Las Navidades también eran fechas señaladas. Se visitaban las casas donde se ponían belenes e incluso cantábamos villancicos. Recuerdo alguna cabalgata de Reyes en El Arrudo, en el antiguo Ayuntamiento, donde Sus Majestades repartían juguetes y caramelos. Por la noche los nervios nos impedía dormir hasta caer agotados. Por la mañana, bajo el árbol de Navidad y en las zapatillas de cada uno, aparecían los deseados regalos que tanta ilusión nos hacían. No eran tan expléndidos como los de ahora; éramos más y había menos que repartir. Por la primavera ayudaba al abuelo en la siega del verde y me solía recompensar con las ricas maetas de Villa. También había que pastar las vacas y el abuelo me enseñaba a hacer chiflos con ramas de nogal mientras se cantaba una canción para que sudara la piel y se desprendiera la corteza.


Suda, suda cañavera

que tu padre fue a Cervera a buscar pan y cera

La cera para Dios y el pan para Nos.

Suda, suda, cañavera

Suda, suda, ya sudé

dame el pan que ya saldré.


En algunos prados con pedregales solían crecer muchos avellanos y me encantaba hacer casetas con su palos para poder escondernos luego, cuando jugábamos a policías y a ladrones.

Por Semana Santa las campanas no sonaban, se ocultaban las imágenes y los niños nos encargábamos de tocar mazos y carracas para avisar de los actos religiosos.

Las campanas eran las mensajeras de los acontecimientos más interesantes del pueblo. La misa, el concejo, los entierros e incendios eran convocados con distintos sones en los toques de los mismos.

En los años 60 el agua corriente ya había llegado a las viviendas, pero todavía no se disponá de baño ni de ducha, así que, recuerdo que los sábados eran los días de lavado en profundidad.

Mi madre, con agua caliente, nos daba una buenas refriegas en rodillas y tobillos en un balde que se colocaba en medio de la cocina. Mi hermano y yo, uno después del otro, recibíamos un buen lavado que había que procurar conservar toda la semana.

Los domingos a misa. Y tras la misa había que ir en busca del abuelo para pedirle la paga: una peseta que, rápidamente, terminaba en el cajón de Manolo a cambio de alguna chuchería. 

 

Estos son algunos de los recuerdos de la infancia que a bote pronto se me han venido a la memoria. Muchos de estos acontecimientosno volverán a repetirse porque los cambos de estos últimos años en el pueblo, y en el país en general, han sido tan drásticos que si nnuestros abuelos levantaran la cabeza les costaría reconocer y localizar los lugares en los que pasron su vida.

Los cambios en las formas de pensar, en lo social, en los medios de comunicación, en los servicios, en los trabajos,,, han sido tantos que lo que antes veíamos blanco hoy lo veríamos gris.

Recuerdo, de niño, haber visto a algún pobre que venía pidiendo con un saco por el pueblo y en casi todas las casas era atendido de alguna manera. Hoy, probablemente, no le abrirían la puerta.

Muchas cosas de las que antes se consideraban tabú como la sexualidad o los malos tratos, hoy se hablan con naturalidad y otras se persiguen.

Pero el cambio más brutal ha sido, sin duda, la pérdida de población en el medio rural. La búsqueda de un mejor nivel de vida ha trasladado la mayor parte de la juventud de los pueblos a las ciudades de este país. La crisis de la minería y el consiguiente cierre de La Florida, las pérdidas de puestos de trabajo en Saltos del Nansa o la introducción de la maquinaria en el campo han sido factores determinantes para el abandono de estos pueblos. Menos mal que el cariño hacia sus pueblos de los muchos que partieron es tal que, en cuando pueden, ya sean fines de semana, veranos, fiestas les empujan a escaparse de nuevo hacia su terruño.

Hoy son los hijos y nietos de los que emigraron, cuando no son ellos mismos, los que regresan a darle un poco de vida al pueblo. Es una pena que hoy que los servicios, las viviendas y los trabajos han mejorado tanto no se vean más recompensados.

El Covid, la crisis económica, la Guerra de Ucrania, las crisis medioambientales y energéticas... no sé si cambiaran algo la mentalidad y la forma de pensar de la gente en el futuro. El pueblo no puede ser solo un lugar de ocio y diversion para los fines de semana y fiestas, tiene que ser un lugar donde se pueda trabajar mirando algo hacia atrás para aprender y conservar algo de aquello de lo que nuestros mayores consiguieron con tanto trabajo.


Veo la infancia de los niños de hoy más trsite, más apagada y solitaria, más virtual e irreal que la nuestra. Los nños tienen que vivir con los pies en la tierra, no en la luna ni en marte; desenchufarse de tanto móvil y tanta tecnología y volver a lo natural y manual. Pero los niños siguen el ritmo que la sociedad les marca, así que, muy probablemnete, les toque cambiar el paso.

Por mi parte, solo puedo darle gracias a la vida por haber tenido la suerte de vivirla dónde y cuándo ella ha querido; en Bielva, entre los años 60 y el presente, y hasta que el destino consideré que ha llegado la hora, gozando de la alegría y la amistad de mis gentes.

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