Mi infancia transcurrió entre el año 36 y el 50 del siglo pasado, el XX, o sea, en plena guerra y posguerra.
De la guerra recuerdo el paso de soldados por el pueblo, aviones volando bajo y gente corriendo a refugiarse en la torca Corvía por si caía alguna bomba.
Durante aquellos tiempos recuerdo que fusilaron a algún vecino del pueblo; por ejemplo a don Lucas Rubín y Gutiérrez, hermano de don Lino, cura de este pueblo y a su sobrino Manolín.
También me acuerdo de que a algunas vecinas del pueblo las raparon al cero como escarmiento por sus ideales.
Cuando terminó la guerra, la gente pasó mucha hambre y mucha necesidad. Nosotros, gracias a Dios, no pasamos hambre ninguna porque disponíamos de huevos, lo que se sacaba de la matanza del chon y leche en abundancia.
La escuela, después de la guerra, estaba junto a la iglesia, en el piso de abajo. La maestra se llamaba doña Aurora, era vecina de Rábago y vecina mía en El Cotero. Quiso ser mi madrina, aunque mi madre se oponía por no tener un padrino de su categoría, cosa que ella misma solucionó buscándome como padrino a don Ramón Blanco, recién llegado de Cuba y que luego se casaría con la sobrina Fidela. Yo nunca le llamé madrina en la escuela, y ella me llamaba sobejona y por ello perdí más de un regalo.
Las letras se me daban bien. Me encantaba dibujar también. Hacíamos muchas manualidades; costura los jueves, o pintura (a falta de pinturines, mordía alguna cera de manteca a Mercedes para luego poder pintar en casa.
El mes de mayo se dedicaba a la Virgen y haciamos lecturas sobra ella y sobre sus milagros. La catequesis la daba don Francisco, el cura, los domingos por la tarde.
Me gustaba el teatro. Ensayábamos con Paco Rubín, y trabajé en dos obra. De memoria andaba bien, y eso me permitía que mientras pastaban las vacas yo aprendía y recitaba alguna poesía que todavía recuerdo, como El Lazarillo, o La Cordobesa. Me encantaba Gabriel y Galán.
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